Gracias por vuestras respuestas compañeros......... muchas veces he pensado que la mayoría de los cetreros vivimos una especie de vidas en paralelo.....andamos por los mismos caminos....... sufrimos por las mismas cosas.......... y nos alegramos sin medida ante las infinitas sorpresas que nos depara la vida.
Por eso creo que de alguna manera ancestral, atávica, estamos unidos por sentir de una forma tan especial cuanto nos rodea..... da igual que estamos en un páramo perdido..... o que nos encontremos paseando por una atestada y ensordecedora realidad de asfalto......en cualquier sitio y en cualquier lugar podemos ser testigos de la vida que se desarrolla a nuestro alrededor, encontrando mas y mas secretos que la naturaleza parece obsesionada por querer mostrarnos.
Realmente es un regalo el poder sentirse tan vivo, tan vital y con los sentidos tan despiertos a la vida. Pues al mirar a la gente que te rodea, eres consciente de cuan afortunado eres por tener este don que te permite leer en el libro de la vida, pasajes y aventuras que solo están al alcance de unos pocos seres ilusionados.........
Un abrazo compañeros de la aventura de la vida.........
Juanse.
P.D: Bueno chicos a llegado el momento de hacer salir a Nekira por completo del armario je,je,je.......¡¡¡ espera un poco niña que tu maestro no ha terminado todavía con tigo !!! je,je,je...
Lo que os entrego a continuación es la profunda y sensible alma cetrera de Nekira, en una aventura por la cual la mayoría de vosotros habéis pasado y por lo tanto os traerá un montón de recuerdos y a los que no lo habéis pasado, preparaos por que es muy posible que os veáis en el pellejo de Nekira y tendréis que echar mano de todos vuestros recursos y habilidades para terminar con buen fin dicha aventura.
El texto parece interminable, quizás os de pereza embarcaros en esta larga aventura, pero os recomiendo encarecida mente que lo hagáis, pues sin duda saldréis de ella reconfortados.
Por cierto se me olvidaba comentaros que todos los dibujos que veréis en el video que adjunto con el relato están realizados por Nekira en una nueva y increíble muestra del arte que atesora esta compañera con la que he tenido la inmensa fortuna de cruzarme en el camino.
Espero que os guste compañeros, dejaros conducir por Nekira a un bosque prohibido y olvidado, donde el tiempo parece haberse detenido................
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~ La última y más larga jornada... ~
“Cisco”
Peso:202 gr.
Los fines de semana calurosos son días incómodos para volar. Hay demasiada gente quebrantando los silencios del campo.... Aunque son cosas que con un cernícalo más o menos se soportan, son una fuente sucesiva de inconvenientes para cazar con un gavilán. Por eso un domingo más acudimos a la zona norte, para disfrutar de una jornada más tranquila si es posible en este campo más solitario.
Cisco esta en 202 gramos, un peso bastante bueno, más bajo que días atrás, que llego a volar en 211, aunque sigue estando alta. Gala, que también nos acompaña hoy, por lo visto ha salido de la muda más baja de lo esperado aunque en el límite normal de su peso.
Recuerdo que en el camino que nos separa del alejado campo de hoy le comento a Juanse que el día anterior estuve viendo una foto, una imagen de hace muchos años en blanco y negro, donde Madrid acababa en la Plaza de Castilla sin ni un solo edificio. El resto era campo, un páramo hoy día cada vez más arrinconado por las construcciones. Juanse me cuenta sus recuerdos de esos lugares y como hace más veinte años el campo que hoy vemos empezaba en la puerta de su casa. Hablamos de como parece que nuestra naturaleza humana tiene el único fin de ir consumiendo la Tierra y de cambiarlo todo hasta sus últimas consecuencias... El paisaje de casas y carreteras corrobora nuestros pensamientos.
El sol justiciero nos promete un día de térmicas sin igual. Juanse advierte al poco de llegar al campo que hoy nos vamos a tener que agarrar fuerte cuando Cisco vuele.
Lo que no sabíamos es que hoy íbamos a probar el doble filo de estas corrientes, tan abundantes ahora que se acerca la primavera y que se instalan con todo su esplendor en las tardes de buen tiempo en nuestros campos.
Salvo un cernícalo posado sobre una retama no parece que haya más adversarios para Cisco. El cielo esta tranquilo, despejado y apenas sopla una brisa ligera desde el oeste. El firmamento un día más se le ofrece hasta el horizonte.
Según avanzábamos hacia el sembrado voy quitándole la lonja a mi pájara.
Es en esos pasos, en los que observo detenidamente que pronto debo cambiar las pihuelas y mientras voy pensando esto, Cisco sale del puño algo espantada. No le presto demasiada atención ya que no es el primer día que levanta el vuelo como asustada para luego empezar a volar como debe y sin ningún temor. Siempre lo he achacado a que es una pájara nerviosa y por eso no le doy demasiada importancia.
Los siguientes instantes lo confirman. Se pone a elevarse cerca siguiendo un poco la corriente de la brisa, como suele hacer siempre. Allí permanece unos instantes, bandeada por los vientos. Parece que ha cogido una térmica.
Al llegar a la hondonada se elevaba con suavidad hacia el cielo alejándose poco a poco de nosotros. Sube hasta ser de nuevo un punto distante y no podemos evitar sentir cierta preocupación. Juanse advierte medio en broma que me vaya despidiendo de la pájara, algo ha visto el maestro que no le ha gustado. Intentamos llamarla a viva voz, centrarla levantando el brazo como acostumbramos últimamente y en un último intento señoleo con todas mis fuerzas observando como la pájara hace caso omiso de nosotros. Esta lejos, muy lejos ya... apenas somos capaces de distinguirla en el azul del cielo...
Cisco nos esta diciendo adiós y cada vez tenemos menos bazas a nuestro favor para intentar que regrese hacia nosotros. Busco hasta el silbato al que no esta acostumbrada por si pudiera servir de algo, pero no lo encuentro. Consternados vemos como se va adentrando en los cielos del monte del Pardo y el punto que se dejaba ver dando tornos en las alturas desaparece irremediablemente en los inmensos campos del cielo.
Cuando acudimos en busca del receptor, Carlos que había venido a visitarnos y que lleva un rato viendo toda la escena desde donde solemos aparcar los coches, ya ha sintonizado su propia telemetría y mientras que me la ofrece apunta que la señal es buena.
Yo se lo acerco a Juanse que se ha quedado en el campo señoleando y mientras se marcha siguiendo el constante sonido en busca del pájaro acompañado por Alba, me dice que me quede señoleando por si Cisco decide volver por la zona.
Es extraño pero en estos instantes aunque preocupada no pienso realmente que podemos perderla. Quizá porque supongo que volverá o porque esta atada con el lazo invisible de la telemetría. Quizá porque ya aprendí varias veces que los nervios no dejan actuar y pensar con la claridad que requiere estos casos.
Los momentos siguientes se hacen eternos y según avanza la tarde siento que la pájara se aleja de nosotros sin escuchar siquiera el sonido del receptor.
Durante un rato camino fuera del sembrado y busco a Juanse entre las lomas. Al fin le veo en lo lejano gracias a Alba. Esta cerca de la valla que nos separa del Pardo y veo como busca la señal a la par que señolea sin descanso.
Pasado un rato sin ninguna novedad, me acerco hacia el coche ya sesgada por la incertidumbre para intentar saber hacia donde da la señal de mi receptor después de todo este rato. Me provoca un vuelco al corazón cuando descubro que el hilo que nos une a mi pequeño halcón se ha roto y no hay señal alguna que llegue desde ningún punto.
Juanse regresa al poco. Él también ha perdido la señal. Dice haberla visto de nuevo montar sobre una térmica como un punto minúsculo en la lejanía sobre el bosque. Hasta que todo se convirtió en silencio...
Carlos prepara la antena para coche y él y Juanse se marchan en busca de la señal con mi receptor, debido a que el de Carlos que esta bajo de batería se estropea al intentar cargarlo en el todo terreno. Antes de marcharse recibimos en el receptor un ¡bip! débil hacia el sur que se pierde y reaparece constantemente. Pensamos que quizá se ha ido hacia otro campo donde volamos, más cercano a Madrid y del que nos separa el monte del Pardo. Esa quizá sería la mejor baza, pero cuando busco con la mirada aquel campo distante, no soy capaz de ver mas allá, del profundo y inquietante monte del Pardo. El monte prohibido...
Me quedo sola sin el tranquilizador sonido de la telemetría, señoleando a cada cernícalo que pasa aunque no escuche el ansiado tintineo del cascabel. El desasosiego me alcanza y me siento en medio del sembrado sin dejar de dar señuelo por encima de mi cabeza. Aunque me duele ya la mano del roce de la cuerda, continúo intentando aferrarme a la débil esperanza de verla surgir del cielo. Pero la tristeza que siento aferrada en mi alma me sumerge por fin en sus oscuras aguas... sé que ya no va a regresar allí.
El sol se ha marchado y las luces del mundo se extinguen, llevándose con sigo toda esperanza de recuperarla antes de que la noche caiga. Al fin cuando la penumbra inunda los campos me alejo derrotada al coche. Gala, la pobre gavilana que estaba algo baja de peso, me recibe con la lastimera voz del hambre. Me acurruco en el coche con el palpitante dolor de cabeza, esperando recibir noticias desde el móvil. Mientras se me cruzan por la mente los peligros de la noche, las bestias nocturnas que buscan su alimento entre los árboles y pienso en cuanto le quedarán a esas pilas del emisor de Juanse...
Miro a la oscuridad donde se extiende el bosque... ¿Dónde estas Cisco? Cuídate de las sombras...
Mientras tanto los dos amigos encuentran la señal del emisor entre el tráfico de la M-40. Paran en el arcén y Juanse se adentra en el monte armado únicamente de mi receptor en busca de Cisco.
La noche se le echa encima sin móvil y sin más ayuda que el sonido del transmisor y su orientación para el regreso… saltando vallas y sorteando ríos profundos que calan la ropa, escondiéndose de todos aquellos que guardan el paraje del alcance de la gente de a pie…
Carlos me llama al rato para decirme que han encontrado la señal y que mi maestro sigue en el monte.
Consciente de que en la noche no podrá recuperar a la pájara ni aunque llegue bajo el árbol que haya elegido como posadero, Juanse por fin se da la vuelta sabiendo que ya no puede hacer nada más por Cisco. Sabe que esta cerca mientras escudriña la oscuridad. Pero no tiene sentido continuar y correr el riesgo de perderse en plena noche. Aunque encontrara al pájaro en el posadero exacto no habría manera de bajarlo en la oscuridad. Se asustaría y sabe dios que pasaría después. Solo cabe esperar que las pilas aguanten la noche y que no se suceda ninguna desgracia en esas horas.
Hay que esperar al alba...
Juanse me llama al llegar al coche con Carlos para darme ánimos y escucho el sonido esperanzador de la telemetría a través del teléfono. La señal es fuerte.
Es noche cerrada cuando regresan a las Rozas. Juanse me dice de nuevo que la señal esta localizada. Debemos regresar antes del amanecer y adentrarnos en el Pardo para encontrarla. Intenta consolarme con su optimismo… pero yo estoy en otro lugar, pues mi alma esta en el monte con Cisco.
He dado ya demasiadas vueltas a las cosas que se me pasan por el pensamiento y me duele tanto la cabeza que ya apenas soy capaz de pensar en nada.
Juanse me ofrece su casa para quedarme esta noche y regresar antes del alba al monte.
De camino a las mudas, me relata sus aventuras, como saltó la valla delante de los guardias civiles sin que le vieran, como le miraron algunos domingueros de un recinto privado donde se coló, como el agua del río le empapo de rodillas para abajo. También que la antena del coche que tiene Carlos ha dado alas a la posible recuperación de Cisco encontrando la señal y situando así un lugar desde el que iniciar mañana la búsqueda. Suerte que si era hoy el día que tenía que perderse eligió el día en que Carlos se había ofrecido a acompañarnos.
La jaqueca me tiene demasiado mareada como para darle más vueltas a las cosas e intento concentrarme únicamente en que el coche no me maree más y en lo que me va contando mi compañero. Todo esto parece más un mal sueño que una realidad...
Nunca el transito de las horas de la madrugada se me hizo tan lento y agobiante. El cansancio y el sueño me venció hasta las dos de la madrugada. Luego el pasar de las horas y la preocupación apenas me dejó dormir. Suerte que ya no me dolía la cabeza. De vez en cuando calmaba mis nervios sentándome en la litera observando la luz de la calle entrar por las rendijas de la persiana. Algún mirlo cantaba melodías nocturnas en las cercanías... No podía dejar de pensar en los búhos, en los gatos monteses o en alguna jineta que pudiera hallar a Cisco entre las ramas de una encina. Quién sabe que habrá en el Pardo. Y cuanto más deseaba que terminara la noche más lentos pasaban los minutos en el reloj...
Pero finalmente el tiempo pasa. Llegado el momento nos preparamos para el acontecimiento que nos esperaba. Desayunamos poco e intento que de nuevo se me quite el dolor de cabeza que ha regresado.
Pasadas las seis salíamos de Fuencarral guiados por el GPS, armados con señuelos, un par de codornices y dos receptores. Nuestro destino era una calle solitaria pegada al muro que separaba el Pardo de una urbanización al lado de la M-40. Cuando llegamos aún es de noche aunque comienza ya a clarear por el horizonte. Lo primero que hace Juanse es comprobar la señal del receptor. Es un momento delicado... Con gran alivio escuchamos claramente la señal que nos transmite el emisor desde algún lugar de la negrura del bosque. Durante la noche había pensado mucho en ese sonido y en si lo volveríamos a escuchar antes del alba... Cisco sigue atado con el hilo invisible que nos une a él y comienza la aventura de su rescate.
El muro esta coronado por una verja oxidada, con alambres llenos de pinchos en la zona superior. Superamos este primer obstáculo bastante mejor de que lo que me pensaba. Pero por impaciente la oscuridad me hace calcular mal la altura y me golpeo en la rodilla contra el muro al caer al otro lado. Un dolor agudo me acompaña desde este momento durante todo el viaje.
Un camino y sucesivas casetas que van siguiendo el mismo separan el primer muro de la siguiente valla. Comprobamos con alivio que esta tiene una puerta que abrimos con facilidad sin necesidad de saltos y que volvemos a cerrar sin problemas. No es así la siguiente valla que encontramos a pocos pasos. Por suerte tiene un tramo que es como una escalera y no es demasiado complicado llegar por fin al otro lado.
Nos encontramos ya en el bosque donde reina un silencio que hace resonar nuestras pisadas. Hablamos lo justo y siempre en voz baja. Esta zona es bastante clara, con numerosos retoños de encina cubriendo los suelos. Nuestros furtivos pasos en el reciente amanecer alertan a los animales del monte. No creo que estén muy acostumbrados a ver gente paseando por la zona. Cruzamos un cauce húmedo, embarrado pero sin apenas agua en su fondo. El barro muestra infinidad de huellas de animales.
Adivinamos entre las escasas luces las figuras de los jabalís y de algún venado mientras cruzamos cauces medio secos y tropezamos con numerosas ramas que no vemos en el suelo. Sin embargo nada enturbia la esperanza del sonido que nos guía entre los árboles bajos del bosque mediterráneo.
El paisaje que empieza a dibujarse con la insinuación del amanecer es como una porción más que acompaña a este mal sueño. Los árboles son como centinelas de los campos, impasibles y firmes al paso del tiempo. El mundo se tiñe de tonos azulados, oscuros como las profundidades del mar. Una ligera neblina adereza el mágico entorno...
Me llama poderosamente la atención como en cada camino embarrado, en cada vereda entre los árboles y cada senda que cruza la hierba esta dibujada por las huellas de los venados y los jabalíes. Solo nuestras propias pisadas rompen un poco la armonía de estos senderos surgidos por el continuo trasiego de estos animales.
Pronto alcanzamos un lugar más claro, más adehesado que los parajes que ya hemos atravesado. Miro un momento hacia Madrid mientras caminamos. Las altas torres se dibujan entre los anaranjados tonos del amanecer con unas nubes purpúreas al fondo. Hay neblina rojiza en una hondonada del bosque que hace que varios árboles recorten su silueta contra la coloreada bruma matinal. Es una imagen preciosa, como si te encontraras sumergido en un lugar escondido del mundo, un lugar donde la mano del hombre no alcanza a moldear el entorno. Me recuerda a esas imágenes de las selvas perdidas, vestigios de un pasado más natural e indómito del mundo...
Abandono la embrujadora visión para seguir a mi maestro.
Adivino el sonido del tren que cruza constantemente los bosques y que rompe la paz de la naturaleza... Juanse se vuelve de cuando en cuando para preguntarme como voy. La verdad es que me duele la pierna pero no me importa demasiado, lo único que me preocupa es seguir adelante siguiendo sus pasos que con certeza nos acercan cada vez más a nuestro ansiado objetivo.
Descendemos por un pequeño barranco y vemos como algunos grupos de gamos y ciervos huyen entre las sombras y los jabalís dejan sus quehaceres en el suelo del bosque para perderse en la espesura, hasta que nos encontramos con una nueva traba. La hondonada esta cruzada por una carretera por la que de cuando en cuando vemos pasar las luces de algún coche.
Las sombras nos cobijan de las miradas mientras nos acercamos a la calzada y los gruesos troncos de los árboles se convierten en el escondite adecuado, mientras esperamos que pase un coche para franquear el asfalto hacia el otro lado. Corremos cuanto podemos entre las sombras cuando Juanse que va más adelantado me advierte preocupado... unas nuevas luces surgen cuando estamos cruzando y corremos con todas nuestras fuerzas.
Los árboles y las sombras nos ocultan de nuevo. Ha faltado poco... Siento una tremenda serenidad cuando nos alejamos del transito de los coches para adentrarnos de nuevo en lo profundo y misterioso del monte.
Mientras recuperamos el aliento rodeamos una nueva valla y cruzamos un cauce seco y arenoso. Siguen surgiendo figuras que se cruzan con nuestro paso. Las perdices comienzan a cantar al amanecer y se levantan con su característico vuelo. Montones de pajarillos huyen de los árboles que dejamos a los lados. Las cornamentas de los venados se confunden con las ramas de las encinas...
Al poco hayamos un nuevo camino. Esta vez es una carretera más sencilla que la que cruzamos anteriormente, con más años observando el bosque desde sus irregulares arcenes. Otra vez los escasos árboles pero de gruesos troncos y las retamas de los alrededores nos sirven de escondite cuando esperamos a que se halle solitaria antes de cruzarla. De nuevo la adrenalina se dispara en la carrera en pos de la otra orilla... Esta vez no hay mayor contratiempo y nos adentramos de nuevo en el bosque dejando atrás el temor al descubrimiento de nuestros furtivos pasos.
Inmediatamente el bosque vuelve a cerrarse mientras las luces se van acrecentando con el paso del alba y la llegada del nuevo día. Es la zona más tupida de cuantas hemos franqueado hasta ahora... por dondequiera que mires se descubren siluetas observando nuestros pasos, vigilando nuestro caminar, con las altas cuernas coronando la figura esbelta de los venados antes de desaparecer en la espesura.
Algunas manadas nos asombran por su cercanía y nos regalan sus brincos entre las matas. Todo parece sacado de algún lugar mítico y aislado, un mundo perdido, como si el tiempo, la tecnología y el ser humano nunca hubieran turbado la armonía de este lugar.
Asombra el pensar que alguna vez así debieron ser los bosques de la península... y estremece hasta lo más profundo del alma su sola contemplación.
Llegamos a un pequeño cortado arenoso que ha debido contornear el río con el paso de los años. Descendemos con cuidado entre la inestable arena que conforma la pendiente. El cauce se ve bañado por una capa de agua fina y cristalina muy poco habitual en tales cercanías a la capital. Es tan maravilloso y mágico que no puedo dejar de admirarme por estos paisajes que van surgiendo a nuestro paso. Me siento absorta y ajena al mundo. Esto debe ser lo que sienten aquellos que saben estar viendo paisajes que no están al alcance del resto del mundo.
El río se ve adornado por álamos enormes, seguro que con muchos años sujetos en sus cortezas. Es una zona de juncos bajos, repleta de nuevas huellas en el firme húmedo. Todo el bosque esta bañado por el rocío de la mañana que empieza a verse como un manto blanquecino sobre la hierba con estas primeras luces del sol.
Se nos descubre otro paraje adehesado, entre caminos que nos mantienen más alerta a posibles transeúntes que a las manadas de ciervos que cruzan de lado a lado este páramo olvidado. El sonido del emisor se hace más cercano, avisándonos de que se acerca el desenlace. Eso hace que me sienta más nerviosa a la par que los despejados caminos me hacen temer por nuestro anonimato. Solo la visión clara de los grupos de gamos y ciervos corriendo hace olvidar por unos instantes los problemas a los que nos debemos enfrentar.
Para salir de esta franja tan peligrosa nos hayamos con el mayor obstáculo encontrado hasta el momento: dos verjas altas que separan la línea ferroviaria del monte del otro lado. Al menos no presentan las típicas espinas en su remate... Una vez más odio con toda mi alma “las puertas del campo”
Por unos minutos apagamos la telemetría que guía nuestros pasos. Buscamos algún lugar donde sean más bajas o más fáciles de cruzar. Los trenes pasan cada pocos minutos en ambos sentidos. No hallamos más que metros y metros de valla. En la lejanía se observa un puente, pero no podemos arriesgarnos más tiempo; ya hemos tardado demasiado y debemos cruzar de inmediato. Cada nuevo minuto nos exponemos a que alguien nos descubra y arruine nuestro propósito. En una pequeña salida de agua desde las vías, más escondida de los caminos y del propio tren, Juanse salta la verja con rapidez. Llega mi turno, me ayuda doblando la verja a modo de escalones. La rodilla me duele horrores cuando la fuerza depende de su único apoyo. Él consigue doblar el extremo de la verja para que pueda apoyarme y cruzar con mayor facilidad y nuevamente me ayuda a descender.
Un par de trenes pasan antes de que lleguemos al lugar elegido desde la distancia para saltar la siguiente valla. Tras el paso del último tren, mientras las vías aún vibran estrepitosamente, cruzamos hasta el otro extremo.
Allí la valla, al contrario de lo que nos había hecho parecer desde el otro lado, es igual de alta. Además tiene un problema, los cables superiores están tumbados hacia dentro con lo que saltar se hace más tedioso y complicado si cabe.
Una chapa oxidada tirada en el suelo nos sirve a modo de escalera para alcanzar la mitad de la valla.
Cuando ya ha saltado él, consigo por indicación de Juanse meterme entre la verja y los cables de encima de esta, me sujeto en la espalda de mi sufrido amigo y por fin estamos al otro lado de las malditas vías. Me pregunto si alguno de los viajeros del tren nos habrá visto mientras realizábamos nuestra hazaña. Solo espero que la velocidad haya impedido, a algún iluminado demasiado despierto para las horas que son, la ocurrencia de tomar una imagen o video tan de moda en estos tiempos ¡¡saldremos en el youtube o en el telediario!!
Rápidamente nos alejamos de los caminos para introducirnos nuevamente en el encinar. Un bosque denso, de árboles bajos y juntos, con gran cantidad de matorral y pequeños retoños de encina que algún día contribuirán a mantener esta espesura.
Los primeros rayos de sol que llegan al suelo, descubren un mundo de miles de gotas transformadas en pequeños espejos que convierten a la hierba verde en un reflejo del cielo iluminado. Un azor observa nuestra marcha desde una torreta eléctrica. Le miro por primera vez en mi vida con desazón, sabiendo que es un cazador mortal de los que he temido en las largas horas de incertidumbre...
La señal se incrementa mientras guía nuestros pasos en la espesura. Los nervios se acrecientan sabiendo que estamos más cerca que nunca. Son las ocho de la mañana y el bosque mediterráneo se nos muestra en todo su esplendor.
Juanse me dice que estamos muy cerca. Nos encontramos en la cima de la pendiente con otro páramo adehesado, con numerosos espacios entre los árboles que dejan ver el cielo con claridad. Es una suerte porque si Cisco aparece le podremos ver más fácilmente para reclamarle al señuelo. El maestro vuelve a decir que esta cerca, que saque el señuelo y que le hable. Como en un sueño empiezo a voltear el señuelo mientras susurro su nombre entre las encinas. Por unos segundos nada cambia en el inmutable estado del monte... Hasta que llega claro a mis oídos el precioso sonido de un cascabel...
Recuerdo mi voz quebrada anunciar “la he oído”. La llamamos de nuevo para orientar su vuelo y Cisco aparece breves instantes después entre los árboles. No puedo creerlo. Viene hacia nosotros con la magia de siempre, la del principio de sus vuelos, la de días atrás... Los nervios hacen que al lanzar el señuelo caiga en unas matas de encina que cubren gran parte del suelo de la dehesa. Cisco lo sobrepasa para posarse sobre un árbol aislado y nos mira, nos mira, aliviado quizá, como pensando ¿pero dónde os habíais metido?...
<< Cisco >>
<< Yo volaba alto en la tarde, remontado por el calor en mis alas a lomos del viento. Creía que el cielo era mío. Os veía pequeños allá abajo en el llano mientras el viento me llevaba sobre extraños rincones, me sentía libre, llena de ganas de ver más mundo bajo mis alas. El bosque fue ganando terreno mientras me alejaba del llano. Cuando mire atrás os vi volteando el señuelo, pero los lejanos horizontes me llamaban poderosamente y la constante corriente me transportaba... No necesitaba comer y tan solo quería volar. Y la corriente me arrastraba y yo me dejaba arrastrar. No quería descender de un cielo del que me hice dueña por unos instantes, del que había bajado ya tantas veces. No, no quería volver al suelo. Y me aleje con ligereza hasta que vuestra visión se borró de mi horizonte y solo vi árboles, infinitos bosques de encinares, con extrañas criaturas corriendo bajo sus sombras, con cientos de aves entre sus ramas. ¿No es este el mundo salvaje para el que nací? Por un momento olvido lo aprendido con vosotros, soy fuerte, libre... me espera todo un mundo por descubrir.
Cuando el ocaso me alcanza en el firmamento las corrientes que me elevaban se van apagando... Allí donde antes había luz comienzan a cernirse las sombras. Vuelo bajo. No sé donde estoy y empiezo a pensar en que quizá tengo algo de hambre. Pero no os veo por ninguna parte ni sé de donde vine ni a donde volver. Solo hay árboles... y lo que no son árboles me da miedo. Ya no hay vientos que me lleven a lugares conocidos, me siento cansada para remontar en este firmamento que oscurece... El viento me ha traicionado. Se apagan los cielos y ya no veo esos monstruos de metal y cristal de la ciudad que me guíen hacia mi conocido campo, en el que tan acostumbrada estoy a ver esas torres mientras vuelo. Veo luces lejanas que se encienden como estrellas en el suelo y que quizá me recuerdan a las que otras veces observe en casa, desde mi muda.
La noche me sorprende en este bosque olvidado y desciendo a su floresta. Un árbol me sirve de atalaya mientras observo todo desorientada, confusa... ¿dónde estáis? Solo veo árboles.
Quizá una de esas bestias del bosque me mira desde el suelo. Oigo ruidos, furtivos pasos que me atemorizan. Revuelo de nuevo sin rumbo, entre las sombras, exponiéndome a la mirada de algún enemigo que ignoro en estos momento de incertidumbre y que me observan desde su oculta guarida.
Los cables que diviso no me gustan, no me dan confianza. No sé que son y aunque los he visto muchas veces mientras volaba, me dan miedo. Los trenes me han hecho esconderme en lo profundo del bosque. Aún escucho su aullido de metal entre estos parajes... Pronto cesaran en la noche. Me acecha el murmullo del desasosiego mientras me adentro en las ramas de una frondosa encina. La oscuridad me trae el ulular de la muerte cerca de mi refugio. Siento miedo.
Al recordar que tengo hambre pienso en vosotros... ¿dónde estáis? ¿Dónde esta mi muda? Mi cálido y protegido banco, de césped mullido, mi agua clara que tanto me gustaba beber tras los vuelos y ese toldo que me evita las heladas...Temo a la noche, a los ruidos que me rodean. Todo es desconocido para mí. Miles de ojos observan en la oscuridad y quizás puedan verme... Yo si les veo y me acurruco asustada en estas ramas para evitarles. Los peligros acechan. Escucho un maullido de dolor que anuncia que la muerte ha pasado cerca... pero me ha ignorado. La humedad y el frío empiezan a calar en mi cuerpo. Sin dormir escucho, veo y espero hallar en esta oscura noche un sonido familiar que no llega...
Pasan los minutos sobre esta rama sin que se aclare mi confusión, sin que algo conocido acuda a mis sentidos para recobrar mi anterior vida. No hago otra cosa que permanecer inmóvil para que los sonidos que trae la oscuridad pasen de largo. Sin duda, este recoveco entre las ásperas hojas de la encina es el más seguro refugio del que me he podido adueñar. O quizá solo sea la suerte lo que me ampara de los peligros.
El más leve de mis movimientos hace que el cascabel tintinee con su delator sonido. Lo picoteo molesta, pero suena más. Es un milagro que nadie me descubra aún estando en la espesura de estas ramas.
Las horas pasan con sigilo en esta noche cerrada que apenas rompe la fina hoz de la luna. Si cierro los ojos algo me alerta sacándome del refugio del sueño. Despierto del leve descanso en la noche sin reconocer mi muda, hasta que recuerdo... Recuerdo que estoy sola en el monte, en esta rama fría donde el agua del rocío, que se empieza a acumular en sus hojas, empapa mi nuca y mi espalda por momentos. Intento de nuevo escuchar en vano un sonido familiar. Pero nada aventura que mi suerte vaya a cambiar y permanezco en mi refugio mientras la noche es dueña del mundo.
Todavía una vez más intento dormir, pero despierto de un leve sueño alertada. Algo pulula por los alrededores agitando la hojarasca del suelo. Se me alisan las plumas pero permanezco en mi atalaya.
Entre las hojas adivino como clarea el cielo oscuro allá en el horizonte. Se acerca el final del reino de las sombras vencido por la luz de un nuevo día.
Aún paso un rato encogida por el frío de la noche, hasta que me desperezo, estiro mis alas con delicadeza y coloco alguna de mis plumas siempre atenta a lo que me rodea. Los pajarillos empiezan a pulular de rama en rama. Algunos acuden a mi árbol y me descubren con sorpresa en mi atalaya. Por un momento nuestras miradas se cruzan y pienso en mi hambre. Pero pronto desaparecen en la espesura.
Comienza a sonar de nuevo el estruendo del metal de las vías que surcan los trenes. Se renuevan los cantos que rompen el silencio de la oscuridad mientras el sol poco a poco va llegando a este océano de árboles.
Justo cuando empiezo a pensar en lo que me depara el nuevo día, cuando el cielo comienza a llamar a mis alas, no sé bien si para recuperar lo perdido el día anterior o para buscarme sustento que me alivie, escucho algo.
Es un leve pitido, un sonido rítmico, constante, que se alterna a la perfección con su propio silencio. De repente me doy cuenta de que no es la primera vez que escucho ese mismo ruido... Otras veces lo escuche antes de que me retiraran la caperuza que velaba mi vista, antes de ser libre. Oigo nuevos pasos, susurros de voces que me acongojan. Aflora mi innato nerviosismo, mi cautela. Pienso en irme, en desplegar las alas y alejarme de los sonidos que me atormentan...
... Y entonces escucho vuestras voces entre la floresta... Por un momento me paralizan. Pero descubro en ellas ese ansiado timbre familiar que he esperado en esta larga noche bajo las estrellas. El nombre con el que me acostumbras a llamar resuena entre los árboles como el susurro de la esperanza. Y yo acudo de nuevo a tu encuentro, con más ganas que nunca de veros y de librarme de todos estos miedos que me han perseguido en las tinieblas.
Habéis venido, habéis cruzado el bosque siguiendo el pálpito de la esperanza y aquí estoy... Nunca me alegre tanto de veros...>>
Conmovidos observamos como la pájara se posa con delicadeza sobre una solitaria encina y nos contempla feliz, contenta por nuestro encuentro.
Me recorre una emoción indescriptible, un escalofrío desde que escuche su cascabel tras pronunciar su nombre al cielo.
Recojo el señuelo y tras voltearlo de nuevo lo lanzo al suelo. Pero no se decide a bajar ni al mío ni al de Juanse. No puedo dejar de mirarla mientras acuden a mis ojos las lágrimas de alegría que mi maestro advierte con una sonrisa, mientras me da un apretón afectuoso en el hombro seguido de un fuerte abrazo. Todo lo sufrido se ha reconvertido en alegría ante la aparición de Cisco. Sabemos que ya es nuestra y nos armamos de paciencia esperando que decida bajar, llamada por el hambre de una noche al raso. Varias veces señoleamos y lanzamos los señuelos sin resultado.
Los señuelos quedan bajo el almendro y Cisco los mira de vez en cuando. Juanse se pone a preparar una codorniz que ata por las patas a una cuerda. La lanza varias veces intentando que el aleteo desvalido del ave llame la atención del cernícalo. Pero la mira con poco interés y se entretiene viendo a los pajarillos entre los árboles, como a gusto con nuestra sola presencia allí cerca. Tras varios intentos recoge de nuevo mi señuelo y lo lanza más cerca del árbol. Cisco estira el cuello para verlo. Lo remira varias veces con intención de descender al suelo en su captura. Da un aleteo indeciso y a los pocos segundos por fin se deja caer desde las ramas y captura el señuelo.
Poco a poco empieza a dar algunas picadas. Cojo un ala de codorniz que guardo en el morral y se la muestro mientras me acercó despacio y cuidadosamente. No hace intención de marcharse y sigue picoteando la carne del señuelo.
Por fin me arrodillo y despacio pongo a su alcance mi puño. Tras un momento de indecisión se abalanza a por el ala sin soltar el señuelo, que yo recojo y alzó sobre el puño para después agarrar las pihuelas dando fin a la aventura de Cisco.
Hemos vencido. Hemos ganado al tiempo. Hemos salido victoriosos de este encuentro con el mundo salvaje. Es imposible describir la alegría que siento en estos instantes. La misma que seguro siente Juanse mientras satisfecho desata el pedazo de codorniz de mi señuelo para que sirva también de ceba.
La pájara esta perfecta, con la nuca y la espalda algo mojadas por el rocío. De ahí que suponga que por suerte ha debido dormir bien cobijada en el interior de un árbol. Habrá que dar gracias a la sabiduría innata de la naturaleza...
Juanse me presta su lonja y su preciado tornillo para amarrarla. Con una jugosa pechuga, Cisco se ceba sobre el puño lentamente entreteniéndose a menudo con el paso cercano de pajarillos. Veo un enorme jabalí delante de nosotros que aún no nos ha visto pero que si nos ha debido oír pues parece alertado mientras camina y se para un momento. Al final nos descubre y se marcha a la carrera quedando solos en mitad del bosque. Es momento de dar la buena nueva a los que la esperan...Nos sentamos relajados mientras la pájara se ceba en el puño. Ahora, cumplido nuestro objetivo, disfrutamos más si cabe de este paraíso acotado. Todo brilla bajo el sol, los pájaros cantan a la mañana que promete ser antecesora de un hermoso día primaveral y el azor se marcha de la torreta en busca de alimento.
Hablamos de nuestra fortuna al contemplar este lugar donde parece que no ha pasado el tiempo desde años inmemoriales. Pero los realmente afortunados son todos estos seres que aún pueden disfrutar de este enclave misterioso y apartado de la civilización. Porque si no fuera así, el monte del Pardo no sería lo que es hoy día mientras lo contemplamos admirados.
A pesar de que el sol ilumina los campos aún corre el relente de la mañana y hace que empecemos a sentir frío. Pero colmados de felicidad esperamos a que Cisco acabe su gorga, sentados bajo uno de estos árboles centenarios.
Retiro el cascabel que tanta alegría nos trajo con su sonido, pues ahora, en el regreso, podría delatarnos. Porque nuestra aventura aún no ha terminado y quizá nos queda lo más complicado: regresar a la luz del día ave al puño.
Tras el disfrute de la ceba, Cisco recibe con escasas ganas la caperuza.
Hemos pensado en intentar cruzar las vías del tren por el puente que divisamos más arriba. Es la única manera de no complicarnos en exceso ahora que llevamos al halconcillo. Además seguro que mi rodilla lo agradece, pues el frío de esta parada en el monte ha hecho acrecentar la molestia.
El GPS nos guía de regreso a la calle donde quedó aparcado el coche. Marca unos cuatro kilómetros de separación hasta nuestra libertad. Descendemos la cuesta que nos lleva entre los árboles hacia la zona más despejada donde transitan los trenes. Pronto hayamos el puente, dejando atrás las lomas de ese enclave inolvidable donde recuperamos a Cisco que quedará para siempre gravado en lo más recóndito de nuestra alma.
El puente tiene una puerta cerrada por un candado viejo y una cadena de eslabones rojizos por el óxido. Sin embargo al otro lado no hay puerta ni verja, por lo que solo debemos saltar la puerta. Además son dos recuadros de verja enmarcada de madera, con dos troncos cruzados de esquina a esquina que hacen de perfectos soportes para los pies. Al otro lado, el muro del puente ayuda a descender más fácilmente de la puerta.
Salvado el primer obstáculo, la dehesa se nos muestra con más esplendor ahora que no nos persigue la premura de hallar a mi compañera alada.
Cuando nos disponemos a subir la cuesta y abandonar el pequeño valle adehesado del río, un búho real sale de entre los árboles alertado por nuestra cercanía. Parece a nuestros ojos que la naturaleza misma nos desafía mostrándonos el peligro al que Cisco pudo estar expuesto en la noche. Quizá diciéndonos “pude encontrarle allá en las sombrías ramas entre las tinieblas... Pero no quise”. Sea lo que fuere, resulta espectacular ver salir al gran duque de entre las encinas y difuminarse entre los bosques... Agradecemos su hermosa aparición y su escasa suerte al no encontrar a Cisco esta noche.
Una vez ascendemos la empinada pendiente embarrada y plagada de huellas, el bosque denso y enmarañado vuelve a rodearnos. Los encuentros con los venados se suceden. Allá entre las ramas un grupo nos observa estático hasta que rompen en saltos y estrepitosa carrera.
Los machos de gamos nos sorprenden con sus cuernas aplanadas recortándose entre los verdes paisajes del interior de la floresta. Los ciervos, más grandes y corpulentos, despiertan el estruendo de sus cascos en el suelo del bosque. Vuelve a revolar un gran búho, quizá el mismo que nos salió al paso instantes atrás.
Allí donde miramos descubrimos una nueva manada o la anterior que nos huye y se detiene de cuando en cuando para ver si seguimos cerca.
Hay grupos de más de una docena de ejemplares que son un auténtico regalo para la vista.
Es curioso como los grupos aún en esta época del año son solo de hembras o de machos.
Me parece tan increíble que exista todavía un rincón así en Madrid... Tantas veces había escuchado a mi maestro hablar de ello, cuando aquella vez tuvo que estar persiguiendo en estos bosques densos a Gala, la gavilana... y sin embargo no es sino hasta que no lo ves con tus propios ojos cuando asimilas la riqueza que se esconde tras los muros que delimitan este inmenso coto, cautivo rincón de los señores de España. Tan hermoso que quizá falten palabras para trasladar su belleza a estas letras...
Le digo a mi compañero cuanto hecho de menos en estos instantes mi cámara de fotos para retratar estos paisajes únicos, testigos de nuestro allanamiento en busca de mi querido pequeño halcón. Y él con palabras sabias me contesta “guárdalo en tu cabeza... y en tu corazón”.
Más pronto de lo deseado de nuevo se abre el bosque y los espacios entre los árboles. Las retamas salpican algunas zonas despejadas y los animales salvajes se hacen más escasos. Esto significa que nos acercamos a la primera carretera, uno de los puntos negros en nuestro regreso, donde vamos a vivir uno de los momentos más peligrosos y tensos de este viaje... Tras el paso de un coche nos lanzamos a la carrera.
De repente escucho decir a Juanse que nos han descubierto. Un coche de la Guardia Civil viene por la carretera ya muy cerca. Nos quedamos quietos y nerviosos temiendo que en cualquier momento el vehículo se detendrá a nuestro lado.
Absortos contemplamos como el guardia pasa a buena velocidad a escasos metros de nosotros sin apenas mirar más que a la carretera. Totalmente alucinados vemos como el coche se aleja de nosotros y sin pensarlo dos veces cruzamos al otro lado invadidos por la tensión pero también por el alivio. ¿Cómo es posible?
No acaban aquí nuestros posibles problemas. Aún asombrados por lo que acaba de acontecer andamos entre las retamas cerca de un camino de arena que sale de la carretera. Súbitamente Juanse advierte que hay una caseta de guardia ocupada por un vigilante. Sin dejar de caminar con paso tranquilo nos dirigimos paralelos a la carretera y cruzando el camino para rodear la caseta. Pero el guardia, que parece un soldado del ejército, nos mira con unos prismáticos de buen tamaño. Durante largos momentos nos tiene a la vista y nos observa, mientras nosotros evitamos mirar en su dirección y continuamos nuestro camino como si no tuviéramos nada que ocultar. Cuando por fin desaparecemos de su vista nos damos cuenta de que en las cercanías hay una casa bastante lujosa que es sin duda lo que vigilan...
Los pequeños cauces secos se suceden entre los encinares hasta alcanzar a ver la valla circular que lindaba con la siguiente carretera. En un álamo achaparrado dos abubillas revolotean encrestadas y llenan con sus gritos el silencio. Descubrimos con pesar como los coches pasan con más frecuencia de la deseada. Nos adentramos en el cauce arenoso por un nuevo lugar más abrupto, inmovilizando nuestros pasos cuando un coche pasa cerca. Un grueso álamo nos sirve de escondite cuando apenas nos separan escasos metros del asfalto. Los coches no parecen reparar en nuestra presencia. Esta vez nuestra carrera en busca de la orilla opuesta se sucede sin sobresaltos y ascendemos la colina para adentrarnos de nuevo en el bosque más cerrado.
Bajo las sombras observamos la vivienda que emerge entre los árboles. Más tarde descubriremos que se trata de la Zaruela y el palacio de los príncipes...
... De la que nos hemos librado al no ser descubiertos...
Paramos a echar un trago de agua sentados en la floresta mientras nos reímos de nuestra suerte y echamos la vista atrás refugiados en las umbrías. No es la primera vez que esto ocurre, ya cuando Juanse buscó a su gavilana le paso algo parecido con la Guardia Civil, que llamándoles a viva voz y todo, ignoraron su presencia. Luego recordamos también la hazaña de mi maestro el día anterior, saltando una verja en plan película al lado de un grupo de policías y cruzando un recinto recreativo privado delante de numerosas personas que le miraban saltar vallas con ojos desorbitados...Nuestra tremenda aventura esta colmada de suerte y de momentos un tanto inverosímiles.
No tardamos en iniciar el regreso por si acaso nos andan buscando. Escasos metros nos separan ya de las últimas vallas. Los venados aparecen igual que desaparecen en la espesura. Otra vez son grupos numerosos los que nos huyen. Hasta que por fin divisamos las casetas que bordean el camino y suplicamos que estén vacías. Superamos la primera verja con facilidad y a pocos metros volvemos a cerrar tras nuestro paso la puerta del siguiente cercado para dejar todo lo que hemos visto refugiado en este edén de la meseta madrileña.
Comprobamos que nadie parece ocupar las garitas. El último muro nos separa de la calle tras cruzar el camino. De nuevo con la ayuda de mi maestro conseguimos superarlo airosos, caminamos lentamente por la piedra y el hormigón hasta alcanzar la chapa que separa el descampado desolado de la urbanización. Cerca se escucha el estruendo de los coches de la M-40. La ciudad, que parecía un pequeño espacio de humanidad entre los encinares, convierte ahora al Pardo en el oasis entre toda esta civilización que nos rodea.
Lo primero que hacemos es librarnos de todos los pesos y de la ropa de más que llevábamos para aguantar el frío de la madrugada. Estamos agotados, calados de sudor, sin apenas haber dormido.
Juanse se sienta en el suelo apoyado en el muro para beber las últimas gotas de agua que nos quedan. Le imito y durante unos instantes nos abstraemos de todo lo sufrido para quedarnos con la intensidad de lo vivido en estas horas.
Ha sido una experiencia única e inolvidable, plagada de riesgos que hemos superado sin vacilar ni poner en duda nuestro cometido: salvar a mi pequeño gran halcón de las seguras garras de las penalidades.
Lo que hemos visto quedará grabado en nuestras memorias, imborrable.
Dice mi maestro mientras descansamos que esto forma parte de la cetrería y esta temporada que hoy damos por finalizada me ha hecho pasar por todos y cada uno de los escalones de este arte. Desde el sublime Olimpo de alcanzar la más perfecta altanería hasta el infierno en que se reconvierte todo cuando tu pájaro se marcha.
Ha sido la temporada más asombrosa que pudiera esperar, consiguiendo alcanzar metas que en otro momento se me antojaban inalcanzables. Un cernícalo altanero, incansable volador, que una vez fallaba el lance volvía a subir a su altura para repetirlo cuantas veces hicieran falta. Un halcón hecho de manera inigualable a la ayuda del perro, que cortaba el viento con sus alas y se manejaba entre las corrientes como el más versado ave de campo.
Y todo ello logrado sin más intención que la de ir a disfrutar al campo hasta del vuelo más sencillo con el que Cisco adornaba el cielo.
Pero sin duda, lo más asombroso de estos días junto con la altanería ha sido el último acto de este teatro de la vida del que otros días no hemos sido más que meros espectadores. Hoy, en los dominios de lo salvaje, cruzándonos con esas criaturas que viven ajenas a la naturaleza en declive que estamos acostumbrados a ver fuera de estos muros, hemos sido protagonistas de la más apasionante aventura de la vida.
Solo sé que tras vivir en primera persona todos estos momentos me siento más viva, como si alguien me hubiera mostrado el mayor tesoro del mundo y me hubiera dejado palpar todo su esplendor con los sentidos.
Ahora no miento si digo que deseaba contemplar lo contemplado. Y en vista del resultado, volviendo con Cisco, creo que ha merecido la pena el atrevimiento. Quizá lo único indeseable de toda esta aventura son esas horas muertas de incertidumbre, de impotencia, de larga espera que ya han quedado atrás... pero qué larga se hace la noche cuando tu amigo alado duerme en el campo.
Juanse me dice entre bromas que mañana volvemos a soltar a Cisco para perderlo de nuevo y así tener una excusa para volver a adéntranos en este paraíso. Pero espero que Cisco no siga tentando a la suerte, pues un día puede que no este de nuestro lado... Aunque ¿quién se niega a volver detrás de este muro? Y brindar de nuevo a nuestros ojos la oportunidad de observar las maravillas de un mundo escondido, de admirarnos del frágil equilibrio reinante y de respirar la armonía del monte... Ojala no hicieran falta excusas como esta para poder regresar...
No sé si volveremos algún día para tentar a la suerte. Pero de momento me doy por satisfecha por haber vivido una de las mayores aventuras de mi vida durante esta jornada y en todos estos días de la temporada, disfrutando de la más pura esencia de la cetrería: la de aquellos que además de cetreros son naturalistas.
Ahora mientras miro al horizonte, veo los páramos que dejamos atrás, a donde no volveremos hasta la próxima temporada con las aves al puño... a donde por suerte podremos regresar en compañía de este pájaro que ha llenado de ilusiones los días de campo. Dejaremos de ser amos del cielo para preguntarnos de cuando en cuando, mientras el viento nos trae los soplos de la nostalgia, que nos depararán los cielos en el futuro...
Por último solo me queda decir que sin ti, maestro, nunca habría sido posible vivir estos momentos, conseguir lo soñado en las alas de la hija de Umbría. Solo a tu lado y con tu ayuda, aparte de tu incomparable manejo de la telemetría, habría podido yo encontrar a Cisco en medio de la densidad del Pardo, salvando cada traba del camino con tu apoyo y reforzando las esperanzas con tu aplomo y la fuerza de tu confianza y convicción. Solo con tu auxilio Cisco volverá a pintar el firmamento con sus vuelos en jornadas venideras. Vuelos que no habrían llegado tan alto ni tan lejos sin el tiempo que has dedicado a nosotros desde el día en que Cisco vio por primera vez la luz del sol.
¿A quién si no iba a dedicar estos relatos sino a quien hizo posible que pudiera escribir cada uno de ellos?
Gracias otra vez mi amigo, por ser el cómplice de nuestros sueños...
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Que no pare la musica

http://www.youtube.com/watch?v=x3gx3XmBuEY